sábado, 27 de mayo de 2017

Engranaje

No sé por qué siguen diciéndonos a los ciudadanos que somos libres e iguales. Cuando somos pequeños, nuestras decisiones las toman los adultos; cuando somos jóvenes, las toma nuestro jefe; y cuando somos ancianos, las toman nuestros hijos.

Trabajaba en una fábrica de juguetes, pintando y ensamblando las piezas. Era el único trabajo en el que me aceptaron, pues a pesar de haber estudiado marketing, nadie me quería contratar, y lo único que era rentable en mi zona eran las fábricas exportadoras y los pequeños comercios, más en las épocas navideñas. Era curioso el triste contraste que hacía el gris y oscuro color de la fábrica, los sosos uniformes de trabajo y las pálidas caras de los trabajadores con los vivos y alegres colores de las pinturas y las curiosas formas de los juguetes, y el cansancio y la explotación con la alegría y diversión que causarían los productos a los niños. Una alegría falsa y superficial, meramente momentánea, comprada por los padres para calmar la furia consumista y los llantos interesados de sus repelentes hijos.


Llegaba a mi casa. Un piso cochambroso, apenas tenía tiempo y dinero para limpiarlo bien y decorarlo, por lo que daba un aspecto insano. Me miraba al espejo y me odiaba y me tenía lástima al mismo tiempo. ¿Qué había hecho interesante en la vida? ¿Había conocido a alguien admirable, o me había convertido en alguien ejemplar? No, era sólo un triste engranaje gris en la interminable cadena del sistema y de la insufrible vida. No tenía otra opción. Si me iba del trabajo, me moriría de hambre. Acabaría en la prostitución, o durmiendo en cajeros, y nunca me devolverían a mi hijo. Desde que denuncié a mi pareja por malos tratos y vieron mi situación económica, se llevaron a mi niño, y aunque lo veía una vez al mes, cada vez estaba más distante y ni siquiera me besaba al despedirse de mí, como si en el centro lo hubieran alienado para tenerme repulsión por no poderle mantener. ¿Quién se preocuparía por mí, por un triste engranaje más?


Apenas salía de casa. Odiaba ver a las familias juntas, paseando despreocupados, o charlar a la salida del trabajo con los demás trabajadores, y que me hablaran de cómo se irían con su pareja y sus hijos a comer, o de a dónde se irían de vacaciones, y que llegar a casa era lo mejor del día, restando importancia a la ardua tarea de la fábrica. A mí me daba igual llegar a casa, pues estaría igual de sola que en la fábrica, sólo que sin el olor vomitivo de la pintura barata.


Hace dos semanas, a la salida del trabajo, una moto me intentó robar el bolso, tirándome de los tirantes a 140 km/h, rompiéndome la clavícula, y milisegundos después, rompiéndome el cráneo en la acera. Mi funeral fue sencillo, porque no era nadie.

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